LOS ÁRBOLES



     Hubo en las pampas una población olvidada, una población sin fundador ni nombre conocido, perdida para la memoria del país. Los indios la llamaron simplemente “Los Árboles”, porque de ella sólo quedaron extensos frutales retoñando a través de los siglos, pero las casas se las tragó la tierra. Ni una oscura tradición perdura sobre sus habitantes, anónimos para siempre como estatuas con el rostro borrado.
   Desde nuestro vertiginoso siglo XXI, apenas podemos concebir la vida de aquellos hombres huraños, aislados del mundo en esa época de carretas y distancias infranqueables, que hoy evocamos como una epopeya en cámara lenta.
    Este es un esbozo apenas, un informe incompleto sobre el pueblo perdido de Los Árboles. Nada invento, sólo pongo por escrito unos pocos testimonios, todo cuanto se sabe al respecto.

                        
                                       La vuelta del malón, por Angel della Valle.



    Quien primero recogió la noticia fue Luis de la Cruz, en 1806; una cautiva llamada Petronila Pérez le contó a su paso por la comarca de Puelches, que los indios habían estado muchos días “en un duraznal, que hay por donde se acaba el Chadileuvú, cuyo lugar se acuerda se llama Diguacalel”. Aunque deformado, el nombre permite identificar el sitio como Lihué Calel, precisamente donde el río Salado o Chadileuvú se insume en vastas lagunas, la más famosa de las cuales es Urre Lauquen.
   Pocos años después -en 1810-, el coronel Pedro Andrés García obtenía en las Salinas Grandes el informe más completo sobre la ciudad desaparecida. Los indios le dijeron que lejos hacia el oeste de donde ellos se encontraban, había una colina extendida por algunas leguas, descripción que corresponde a las sierras de Lihué Calel:
  “En ella se ven –dice el Diario de García- muchos vestigios de ladrillos y teja de alguna antigua población, pues toda ella está abastecida de higueras, montes muy dilatados de duraznos, nogales, manzanos y otras frutas, adonde concurren todos los indios de la comarca y sobra para abastecer a todos. En aquellos montes también se halla ganado alzado, que a favor de la espesura no ha podido ser exterminado por los indios quienes logran lo que pueden cazar en las aguadas, acechándolo cuando bajan a ellas. No existe ni una oscura tradición entre estos indios que nos dé indicios de la población que allí hubo y de cuándo y por qué razón se destruyó.”                                    
    Algunos años después, durante la campaña de Rosas contra los indios de 1833, la columna al mando del fraile Aldao y el coronel Velazco tomó prisionero en una isla del Salado al cacique Barbón, de noventa años de edad. Este declaró que “a tres días de camino al sur de Menucó, había grandes montes de durazno, que él había ido en busca de esa fruta, que era muy abundante y buena, que allí mismo había lagunas de rica agua y campos de excelente pasto, y que ignoraba quiénes fuesen los fundadores de aquellas huertas.”
   Sin conocimiento alguno de los testimonios anteriores, y habiendo oído hablar a los indios de frutales europeos en su territorio, el subdelegado de San Rafael, don Fabián Araya, encargó en 1859 a una de sus partidas de campo llegar hasta Los Árboles, y efectivamente fue informado de la existencia de esa antigua población.
  
                     
 Mapa del doctor Sáez (1873), que localiza la Ciudad de Los Arboles al oeste de Urre Lauquen
 
En 1873, el doctor Manuel Antonio Sáez trazó el único mapa que se conoce con la ubicación de “Los Árboles o Diguacalol” (errata por Diguacalel, nombre que él da en su texto, siguiendo a Cruz). Comete una imprecisión geográfica al situar el lugar al oeste de Urre Lauquen, cuando Lihué Calel se encuentra al este de dicha laguna, recientemente explorada por el ejército de la Confederación Argentina.  Poco después de publicar Sáez su mapa, Estanislao Zeballos  aprovechó su participación en la Campaña del Desierto para explorar las sierras de Lihué Calel. Allí encontró “una plantación de duraznos, que en otro tiempo formaban calles regulares. A la sazón había sido alterada la regularidad por la caída de los viejos troncos y por el nacimiento de otros en los alrededores; pero los indicios que veíamos confirmaban suficientemente la intervención de la mano del hombre en aquellas plantaciones."
   Medio siglo más tarde, los montes de durazno aún seguían produciendo fruta en abundancia, como observó el padre Monticelli en 1930. Este religioso describe cómo todos se proveían libremente de frutos, pues se trataba de árboles silvestres, sin dueño.


Frutales silvestres


   Yo no esperaba encontrar todavía frutales cuando visité Lihué Calel en abril de 2011, pero felizmente me equivoqué. Apenas llegué pregunté al guardaparque si conocía la existencia de durzneros u otros frutales en el parque nacional, a lo cual respondió que un incendio destruyó la mayoría hace algunos años, pero aún subsisten unos pocos aislados, cuyas flores se ven en primavera desde su puesto. Estábamos en otoño, así que no era fácil ubicar los árboles, sin flores y sin fruto por la estación. Me indicó vagamente la situación de uno, pero una vez en el campo no pude ubicarlo. Por la tarde ascendimos el cerro de la Sociedad Científica, y al bajar insistí con el guardaparque, quien esta vez fue más concreto en sus indicaciones: a cien metros del empalme de caminos, frente al caldén grande, existía un frutal, todavía verde. Aún tuve que pincharme con los matorrales al internarme unas decenas de metros entre caldenes y sombras de toro, cuando por fin lo vi: era diferente a la vegetación xerófila circundante, con hojas blandas y frescas al final de unos tallos rojizos. No me pareció un duraznero, pero sabía que no era un árbol autóctono. Se trataba de un árbol viejo, seco y quebrado, de cuyas raíces y tronco surgían retoños con un vigor inusitado. Con razón decía Zeballos que este bosque se perpetúa a lo largo de los siglos, tenía la evidencia ante mis propios ojos.
   Cogí una rama llena de hojas verdes, para identificar la especie. La fotografié, y de regreso a casa procedí a buscar imágenes de frutales en Internet: no debí buscar demasiado. El árbol era un damasco, sin lugar a dudas. Las hojas eran idénticas, los tallos rojizos permitían distinguirlo de otras especies. Y el damasco es un árbol del Viejo Mundo, pariente del duraznero.
     En primavera retornamos a Lihué Calel, y hallamos que el árbol de damasco había fructificado, ofreciendo a la vista una provisión de pequeños damascos verdes. Luego tuvimos la suerte de encontrar a un guardaparques bien dispuesto,  Miguel Angel Romero, quien nos llevó personalmente a ver tres durazneros en el valle de Namuncurá, imposibles de encontrar sin su ayuda. Uno de ellos exhibía una abundancia loca de duraznos, verdes aún; otro apenas empezaba a desarrollar sus frutos, y el tercero era más pequeño, aún sin fructificar. Por fin teníamos ante la vista los duraznos misteriosos del valle, ya convertidos en leyenda.
             
                       

                                            Frutos de damasco en Lihué Calel
 
                   
                                                   Duraznos en Lihué Calel
 

   Romero nos confirmó que éstos eran los sobrevivientes de un gran incendio ocurrido en 2003, el cual quemó la mayoría de los frutales, incluyendo los durazneros que poblaban aquella “plazuela” descripta por Zeballos en plena sierra, la cual hoy permanece como un manchón verde formado por matorrales, sombras de toro y arbustos de caldén, pero ya sin duraznero alguno.
   También nos comentó que en el centro del parque nacional –en zona declarada “intangible”- existe un viejo molino, al cual los guardaparques llaman “el molino de las manzanas”, porque en sus inmediaciones crecían árboles de manzano, hoy secos. Es decir, que de los frutales descriptos por los viejos cronistas, aún existen algunos durazneros y un árbol de damasco, -descendientes de aquéllos-; y también algunos manzanos que daban frutos hasta hace pocos años.


Ladrillos y tejas



 Un autor de fines del siglo XIX, Félix San Martín, quiso descalificar el misterio, proponiendo que los indios debieron coger semillas de los huertos españoles, y plantar los frutales en el corazón de su territorio. Bastante raro suena, unos indios pampas cavando canteros y plantando frutales en calles regulares… sin querer descalificarlos, diré que no cuadra a la idiosincrasia del nómade el plantar y aguardar años a que el árbol crezca y dé fruto. Nunca se vio tal cosa en las llanuras salvajes.
   Pero además, un detalle crucial en los informes que hemos transcripto derriba la hipótesis de San Martín: son los “vestigios de ladrillo y teja” mencionados por los indios al coronel García en 1810. También Julio Argentino Roca recibió informes parecidos de los indios puelches cuando preparaba su campaña del desierto, que mencionaban restos de ladrillos en la zona de los frutales. Estos elementos eran exclusivos de los cristianos, e invalidan por completo la explicación propuesta por dicho autor. A menos que los indios pampas también construyesen casas al estilo europeo... pero no es el caso.
      Todavía en 1878 estos vestigios eran eventualmente visibles, según deja suponer el relato de Zeballos: “Algunos soldados que han visitado el paraje pretenden haber visto piedra tallada, como de pared; pero yo nada he encontrado superficialmente, y no fue posible hacer excavaciones.”
    No podemos estar seguros del lugar donde se encontraban las casas desaparecidas, pero sí sabemos que la plantación principal de frutales descripta por Zeballos y San Martín estaba en el valle de Namuncurá. Dice este último:
“El más importante de los montes (de duraznos) está situado cerca de la extremidad noreste de la cadena, en una profunda quebrada a la cual se llega por una garganta sumamente angosta, al extremo que en partes apenas puede ser franqueada por un caballo. El monte está oculto en el corazón de la sierra: sólo se ve cuando se está a cinco metros de él. Actualmente habrá unas cien plantas, orientadas al largo de norte a sur. La fruta que aquellas dan es de sabor exquisito.”
  A fines del siglo XIX había pues unos cien durazneros silvestres, retoños de una antigua plantación en ese pequeño valle. San Martín redondea su impresión del lugar: “Es este paraje un edén en miniatura”.


Hipótesis


  Nunca se encontró documento alguno que mencionase una fundación española en la región central de la pampa durante la colonia. La así llamada Ciudad de los Árboles es el mayor enigma histórico y geográfico de la época virreinal. Naturalmente, no han faltado hipótesis para explicar la presencia de hombres blancos en ese lugar. La más divulgada es la que atribuye al conquistador Francisco de Villagra una heroica jornada desde Santiago de Chile a Lihué Calel, hipótesis sin fundamento alguno desarrollada por el doctor Sáez, y seguida al pie de la letra por Estanislao Zeballos.
   Y decimos sin fundamento, pues Villagra salió con su gente de Santiago en 1553, para explorar las nacientes de los ríos que se decía desembocaban en el Atlántico. Entró a Mendoza, y llegó a los ríos Atuel y Diamante, donde fue alcanzado “a matacaballo” (según el historiador Mateo Martinic) por un emisario que le notificó la muerte de Valdivia. Inmediatamente se volvió con toda su gente, para disputar la gobernación de Chile. No existe indicio alguno para suponer que se acercó a territorio pampeano, y una jornada tan larga no le hubiese permitido volver pronto, como lo hizo.
   Es inverosímil que hubiese dejado abandonada a su gente de este lado de la cordillera, y nunca más se acordase de ellos, cuando en los años posteriores llegó a ser gobernador de Chile. ¿No hubiese mandado una partida a buscarlos? No sólo no lo hizo, sino que nunca mencionó haber dejado un contingente en Cuyo. Siendo esto así, la hipótesis de Villagra y su gente debe rechazarse de plano para explicar el poblamiento de Los Árboles.
   Tampoco Hernandarias en 1604, ni Jerónimo Luis de Cabrera en 1621, dejaron gente rezagada en sus expediciones al sur. Ambos volvieron a Buenos Aires y Córdoba, respectivamente, sin haber fundado pueblo alguno en la pampa. En cuanto  a los jesuitas, a quienes algunos atribuyen las plantaciones, aún a fines del siglo XVIII ningún misionero se había acercado por esos rumbos. Basta leer a Falkner y Cardiel para comprender que sólo llegaron hasta “el Volcán”, es decir, Tandil, y lo demás era territorio desconocido para ellos.
   Tales son, en resumen, las posibilidades que se han barajado para explicar la presencia de hombres blancos en el corazón de la pampa indígena, cuando incluso eran poco frecuentes las carretas. Pero los habitantes de Los Árboles no necesitan haber llegado por tierra hasta Lihué Calel; existe una vía fluvial que permite acceder a esta región desde el Atlántico, navegando los ríos Colorado y Curacó, cuando desbordan las grandes lagunas donde éste nace. Y esta suposición viene apoyada por restos navales, y el avistamiento de un barco varado en el río en tiempos de la colonia…