CAMPANAS EN EL LAGO





   El doctor Walter Cazenave, geógrafo e investigador pampeano, me hizo llegar un informe con nuevas evidencias sobre la población perdida de La Pampa. La primera procede del naturalista Alcide D’Orbigny, quien reporta una carta enviada en 1828 por el comandante Montero. Este militar venía persiguiendo a la banda de Pincheira, conformada por indios y forajidos, quienes se dedicaban a malonear los poblados cristianos. Partiendo desde los fortines del sur bonaerense, Montero expresa haber bordeado el Colorado durante ocho días, cortando luego hacia el norte durante un día y medio hasta dar en un río “más ancho y profundo”, desde cuyas orillas se veían montañas en el horizonte. Un oficial que iba con Montero dijo a D’Orbigny que avanzaban unas siete u ocho leguas por día –unos trescientos kilómetros en total-, lo cual, suponiendo que hubiesen encontrado el Colorado cerca de Bahía Blanca, los hubiese llevado hasta el actual valle de Santa Nicolasa, desde donde se apartaron del río, rumbo hacia el norte. Un día y medio de marcha, a esa velocidad, equivale a unas doce leguas -sesenta kilómetros-, encontrándose entonces los expedicionarios en las proximidades de Puelches. El río ancho y profundo a cuya vera dieron alcance a los enemigos debió ser el Chadileuvú, y las montañas visibles en el horizonte, las sierras de Lihué Calel, distantes unos treinta kilómetros.

   Los indios cruzaron el río, huyendo, y los militares los persiguieron hasta la otra orilla, donde se libró una escaramuza con varias bajas para los indios. Montero llegó ese mismo día hasta el campamento indígena cercano y lo quemó, luego de liberar algunas cautivas. Al otro día se replegó ante el contraataque de los indios, y cruzó de nuevo el río para reunirse con el resto del destacamento.

   Escribe D’Orbigny: “La carta agregaba a esos detalles, que había descubierto los vestigios de una casa con árboles frutales, que son probablemente los restos de un antiguo establecimiento de la frontera de Mendoza.”

   La partida militar no parece haberse apartado mucho del río, lo cual sugiere que Montero encontró la casa con frutales europeos en las cercanías del Chadileuvú. Las sierras “se veían en el horizonte”, y nada en su testimonio nos permite suponer que llegó hasta ellas. En todo caso, ya no puede negarse que hubo un poblado europeo en esta región.
 

“San Bernardo”



  El segundo dato que debo al doctor Cazenave está contenido en un artículo publicado por Luis F. Gallardo en el diario La Nación del 12 de mayo de 1968. Leemos allí:

“Si algo enseña el Huecuvú Mapu es que a muchas cosas no hay que buscarles explicación. ¿Porqué en un islote de la Urre Lauquen apareció una piedra en que se leía primorosamente labrado: “San Bernardo”? ¿Porqué en los desbordes de la Dulce se encontró una enorme ancla oxidada? ¿Porqué en la cumbre de un cerro de Lihué Calel hay una gran piedra chata, cercada por una pirca, y las tres personas que intentaron levantarla murieron?”

   No sabemos qué fundamento tuvo Gallardo para afirmar que apareció una piedra labrada con una inscripción en un islote de Urre Lauquen. Pero antes de tacharla de habladuría, haríamos bien en observar que su segunda afirmación, referida al ancla, está respaldada por un testimonio serio, como vimos en la entrada referida al “Barco Perdido”. Gallardo se muestra fidedigno. Y si reflexionamos un poco, convendremos en que un islote en medio de la laguna de Urre Lauquen sería un lugar ideal para construir una capilla; y en efecto, el nombre labrado sugiere eso, una piedra de iglesia, el resto de la cual se vino abajo por el paso del tiempo, como ocurrió con tantas capillas desaparecidas de los primeros siglos de la colonia.

   Ninguna población española dejaba de tener al menos una iglesia, donde la gente acudía a misa, además de capillas u oratorios en ámbitos dramáticos como la cima de un monte o una pequeña isla en un lago. Y población española hubo en el área donde retoñaron los frutales, de eso ya no caben dudas: “muchos vestigios de ladrillo y teja” describieron los indios al coronel García en 1810; “una casa con árboles frutales” vio el comandante Montero en 1828; “restos de ladrillos” mencionaron los puelches a Julio Roca algunas décadas más tarde… tantos y tan buenos testimonios deciden la cuestión a favor de la existencia de la “Ciudad de los Árboles”.  

   Quién sabe si algún indio, después de abandonada la ciudad, no se entretenía en tañir de vez en cuando la campana, que se oiría leguas a la redonda…